
El campo, víctima central del federalismo desnaturalizado
El régimen representativo, republicano y federal de la Argentina hace agua por todos los lados.Impresiona la catadura de numerosos funcionarios, gobernadores y legisladores disimulada en lo...
El régimen representativo, republicano y federal de la Argentina hace agua por todos los lados.
Impresiona la catadura de numerosos funcionarios, gobernadores y legisladores disimulada en los procesos electorales por las nefastas listas sábana, en las que cualquiera –incluso procesados ignotos– pasa inadvertido para la mayoría de los votantes. Impresiona la pérdida del sentido republicano con el que se organizó constitucionalmente el país y de lo que sugiere la frivolidad con la que el presidente Fernández y un grupo de gobernadores oficialistas –no todos– se aunaron en una iniciativa tan absurda como improcedente de juicio político a los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Impresiona la degradación del federalismo, con las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires pendientes en su evolución económica y calma política de envíos discrecionales del poder central y, por lo tanto, rehenes más o menos sumisos del gobierno nacional.
Las provincias con suficiente personalidad política como San Luis, Santa Fe y Córdoba apelaron en su momento decisiones tomadas por el gobierno federal en esa materia y obtuvieron el reconocimiento de los derechos invocados. Acaba de ocurrir otro tanto con la ciudad de Buenos Aires en una nueva resolución de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Algunas provincias hacen mutis por el foro y otras más, como Formosa, La Rioja, Santiago del Estero o Catamarca, van agarradas de las faldas de la Casa Rosada. ¿Qué van a decir, si de cada diez pesos que le ingresan alrededor de ocho provienen de remesas de la Nación, con la ventaja de que, por tratarse de fondos que vienen de arriba, es más fácil conjurar escándalos por los desmanejos locales ante la población local?
Argentinos: ¿vamos a prepararnos seriamente para el futuro, o no?; ¿estamos contentos con los resultados del país en que siempre se invocan derechos y nunca obligaciones?
Todavía rige la ley de participación federal de 1988, sancionada en época de Alfonsín. Han pasado casi treinta años de la reforma constitucional de 1994, que otorgó el plazo de dos años para dictar una nueva ley de coparticipación federal según los criterios del nuevo artículo 75 de la Constitución nacional en cuanto a consagrar normas revestidas de “objetividad, equidad y solidaridad”.
Treinta años han pasado en vano: seguimos con aquella ley en vigor y las autonomías provinciales dependen como nunca de la hegemonía y arbitrariedad de la Casa Rosada, que funciona de acuerdo con lo que indique la conveniencia de los vientos de turno. Con el convencimiento aparente de que las elecciones nacionales de octubre próximo están perdidas –aunque el pesimismo no sea todavía suficiente para desalentar las precandidaturas de algunos temerarios del oficialismo, como el Presidente mismo o el ministro del Interior, que sigue ejercitando sus dotes de transformista–, la orden de Cristina Kirchner ha sido apostar hasta lo imposible a la suerte electoral en la provincia de Buenos Aires.
Aun en caída libre, la jefa real del Gobierno sabe bien de lo que habla. Eso explica el alzamiento institucional del Frente de Todos ante el fallo que otorgó, en principio, razón a los argumentos de la ciudad de Buenos Aires contra la privación de una parte del porcentaje que recibía por coparticipación federal. Lo que se quita a la ciudad va a la provincia de igual nombre.
Las provincias tendrían mucho más para decir contra este federalismo menguado de lo que se ha atrevido a exponer la mayoría de los gobernadores peronistas o kirchneristas (nunca se sabe bien qué son, con algunas excepciones, como el de Córdoba). El Estado nacional comenzó por privarlas de recursos gestados en sus respectivas jurisdicciones cuando, en 1932, sancionó “por única vez” el impuesto a los réditos, desde hace años conocido como impuesto a las ganancias. Percibe, además, el impuesto a los bienes personales, con abusivamente altas tasas, e incomprensible sobre todo en jurisdicciones en las que rige el impuesto a la herencia, del que se suponía que el primero obraba como sucedáneo anticipado. Ello, entre otras gabelas de percepción nacional, como el impuesto al cheque. Y concentrémonos, un poco más, en el despojo al campo, que debería preocupar a las provincias bastante más de lo que lo hace. A veces festejan la expoliación a sus propios habitantes y productores como si fuera un fenómeno que sucede en otro planeta.
Desde hace unos veinte años, uno de cada cuatro camiones que sale de los campos con cereales va a parar a las arcas del Estado nacional. Las exportaciones de esos productos representan más del 55 por ciento de los ingresos totales por comercio exterior.
Sobre la soja pesa una retención del 33 por ciento y, sobre lo que queda, el Estado exprime otro 35 por ciento por ganancias, lo que no ocurre en otras actividades económicas. Hay retenciones sobre muchos productos agropecuarios –la carne incluida– y su desmesura determina que ese tributo sea uno de los cinco más altos del mundo, materia en la que estamos acompañados por algunos de “los peores compañeros de la clase”: Kazajistán, Rusia, Bielorrusia, Guinea-Bissau, Benín, Tanzania.
Son cifras extraordinarias que pudieron haberse derramado virtuosamente a lo largo y ancho del país, en particular en la región central, sobre cuyas espaldas se apoya casi por entero el país. Estudios especializados indican que, desde 2002 a la campaña 2021/22, los derechos especiales de exportación (DEX) aportaron al Estado nacional 121.000 millones de dólares. Expertos en el tema sostienen que con solo el diez por ciento de lo recaudado por ese concepto que hubiera vuelto realmente a la sociedad a través de obras de infraestructura, tendríamos 12.000 kilómetros más de autopistas del tipo de la ruta 2 o de la ruta 9.
Tiempo atrás, la Fundación Producir Conservando había estimado que en el ciclo 2026/27, por poco que se alentara al campo o se dejara de agraviarlo con medidas irracionales, podíamos aspirar a contar con 42 millones de hectáreas cultivadas y una producción anual de 160 millones de toneladas. Pero desde hace no menos de cinco años estamos estancados en cifras por cierto menores, y no solo por sequías, en ambos indicadores de la producción activa y no meramente proyectiva.
Las bases históricas del federalismo son administrativas y políticas. Las primeras provienen de la configuración del Virreinato del Río de la Plata; los orígenes políticos se remontan a los doctrinarios de la generación del 37 y a la concepción liberal de Juan Bautista Alberdi, para quien en el concepto de federalismo se fundía el ideal de libertad que terminó consagrado en la Constitución nacional, de la que fue inspirador central. La obra alberdiana quedaría perfeccionada en ese sentido por la reforma de 1860, con la cual la provincia de Buenos Aires selló su adhesión definitiva al contrato constitucional de 1853 y aportó, entre otras, una contribución notable en favor de la libertad de expresión y de prensa.
Con el populismo como actor central de la política argentina de los últimos setenta años, el federalismo fundado en declamaciones demagógicas, no en políticas responsables, ha hecho posible la desconcertante patología de que en el uno por ciento del territorio nacional se asiente no menos del 35 por ciento de la población argentina y de que el 80 por ciento de la producción del país tenga lugar dentro de un radio de 500 kilómetros del mojón cero de la república.
Argentinos: ¿vamos a cambiar esto, o no? ¿Estamos contentos con los resultados del país en que siempre se invocan derechos y nunca deberes ni obligaciones?